
El amor es una simple prueba de valor. ¿Preparado para ser un querubín o un fantasma errante por las habitaciones del sexo? Y a mi, me encantan las películas que te hacen pensar, que te muestran un algo un poco original. Llámalas cine independiente, de bajo presupuesto o de autor -todas con el factor común de la prioridad conceptual ante la estética-. Películas con imágenes chocantes, hilos argumentales entre lo verosímil y lo absurdo; donde dos hermanos mantienen relaciones; donde un drogadicto chapero lleva por el mal camino a la rubio bonita; donde los cuerpos, buscando una naturalidad impropia de Holywood, son mostrados sin obscenidad, como los humanos que son. Películas que ves sin saber si nombre, sabiendo de antemano que seguramente no la volverás a ver y eso te hace disfrutarla con los 6 sentidos. Esos trocitos de vida, que sin ser vida, la reflejan muy bien, y te emocionan, sacándote una sonrisa, unas lágrimas, una trempera. Y mientras meto los platos en el lavavajillas, luego de una noche totalmente cinéfila de empalme, pienso sobre la magnitud del cine para nuestras expectativas: y de repente, la vida -la real, la tangible, la que no tiene cortes de cámara y no se puede rebobinar ni parar- se me antoja mucho más aborrecible, pesada y peor que ver el Padrino en una tarde, El Senyor de los Anillos la misma noche y despertarse con Desayuno de Campeones. Y es que la gracia de las películas, es que vives una existencia un poco más perfecta en un margen de minutos preestablecido por un dios de dinero.
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